Recuerdo haber leído y escuchado en varias ocasiones a cerca de la parábola de la vasija en las manos del alfarero, una historia muy representativa de la vida de los que llegamos a los pies del señor. Aquella vasija se echó a perder y el alfarero construyó otra, fue muy paciente aunque la vasija se quejaba del doloroso procedimiento; él le hizo entender que era necesario porque luego de todo eso sería una vasija mejor.
Hoy quiero que por un momento dejemos de ser las vasijas y tomemos el lugar del alfarero, ¡sí del alfarero!; que imaginemos que nuestras manos pueden darle forma al barro mojado hasta obtener un resultado. A menudo ejecutamos el papel del alfarero, en el sentido de dejar huellas por donde quiera pasamos, huellas que influyen de alguna manera en la vida de las demás personas.
Encontramos en nuestro paso por la vida diferentes vasijas, unas a término medio a las que ayudaremos a formar completamente; otras casi terminadas que solo necesitaremos pulirlas, pero en determinado momento encontraremos un poco de barro mojado para darle forma; un ejemplo más preciso de ese tipo de barro son nuestros hijos, a los cuales tenemos que formar hasta hacer de ellos una vasija útil.
Nuestros hijos, al igual que todo lo que poseemos en la tierra le pertenecen a Dios, él nos confía su cuidado; lo que quiere decir que de la misma manera que administramos los bienes que Dios nos entrega, así mismo administramos la vida de nuestros hijos, y por ellos tendremos que rendir cuentas algún día.
Ese barro nos ha sido entregado justo para darle la forma que deseamos, pero recordemos que no es a nuestro parecer, aunque Dios nos confía y nos da potestad sobre ellos, no es a nuestra manera que podremos formar a nuestros hijos, sino según los principios que Dios establece. De pronto esta responsabilidad a la manera de Dios se nos hace muy difícil y rígida, pero resulta la manera correcta y más segura para hacer de nuestros hijos hombres y mujeres de bien, esto es; hombres y mujeres nacidos y formados bajo los principios de Dios, y cuando digo que es la manera más segura; me refiero a que un niño al que se le enseñan los fundamentos cristianos, es un niño que llega a conocer el temor de Dios; y consecuentemente será alguien que difícilmente se dejará llevar por las banalidades que les ofrece el mundo, las que sólo conllevan a caminos de destrucción.
Un niño que conoce a Dios, entiende principios como por ejemplo: que el hombre está hecho para una sola mujer, que los vicios de cualquier índole desagradan a Dios y destruyen al hombre; que Dios establece que honremos a nuestros padres, en fin; todos los principios preestablecidos por Dios, como lo mencionaba, esto puede sonar un poco rígido y a lo mejor para algunos anticuado; pero lo que sí les puedo asegurar es que una persona que se desarrolla y conoce estos principios, será una persona confiable para sus padres y por lo tanto confiable para la sociedad; y será poco probable que cause dificultades en su crianza.
Hoy tenemos la necesidad de examinarnos, sería sano hacer un análisis a cerca de la forma que le estamos dando al barro que nos ha sido confiado, ¿Qué clase de vasija estamos creando?. Tengamos en cuenta que nuestros hijos son ese barro mojado en el que dejamos plasmadas nuestras huellas, y precisamente de aquellas estampas que dejemos en ellos dependerá lo que serán el día del mañana.
¡Es un aviso para ti Alfarero!, ¿qué forma le estás dando a la vasija?, cuida de que no sea frágil y quebradiza; procura que sea tan bien diseñada que mañana te pueda servir para verterte en ella, permite que sean huellas de amor que dejes en ellos y no cicatrices.
2 de Corintios 12:14 Ahora, por tercera vez estoy preparado para ir a vosotros; y no os seré una carga, porque no busco lo vuestro, sino a vosotros, pues no deben atesorar los hijos para los padres, sino los padres para los hijos.
Bendiciones,
Paola Johana Martínez Ortíz
No hay comentarios:
Publicar un comentario